LA VIDA DE HENRY MARTYN
1781 – 1812
Arrodillado en una playa de la India, Henry Martyn derramaba su alma ante el Maestro y oraba: “Amado Señor, yo también andaba en el país lejano; mi vida ardía en el pecado....quisiste que yo regresase, ya no más un tizón para extender la destrucción, sino una antorcha que resplandezca por ti (Zacarías 3:2) ¡Heme aquí entre las tinieblas más densas, salvajes y opresivas del paganismo. Ahora, Señor quiero arder hasta consumirme enteramente por ti!”
El intenso ardor de aquel día siempre motivó la vida de ese joven. Se dice que su nombre es: “el nombre más heroico que adorna la historia de la Iglesia de Inglaterra, desde los tiempos de la reina Isabel”. Sin embargo, aun entre sus compatriotas, él no es muy conocido.
Su padre era de físico endeble. Después que él murió, los cuatro hijos, incluyendo Henry, no tardaron en contraer la misma enfermedad de su padre, la tuberculosis. Con la muerte de su padre, Henry perdió el intenso interés que tenía por las matemáticas y más bien se interesó grandemente en la lectura de la Biblia.
Se graduó con honores más altos de todos los de su clase. Sin embargo, el Espíritu Santo habló a su alma: “Buscas grandes cosas para ti, pues no las busques.”
Acerca de sus estudios testificó: “Alcancé lo más grande que anhelaba, pero luego me desilusioné al ver que sólo había conseguido una sombra.”
Tenía por costumbre levantarse de madrugada y salir a caminar solo por los campos para gozar de la comunión íntima con Dios. El resultado fue que abandonó para siempre sus planes de ser abogado, un plan que todavía seguía porque “no podía consentir en ser pobre por el amor de Cristo”.
Al escuchar un sermón sobre “El estado perdido de los paganos”, resolvió entregarse a la vida misionera.
Al conocer la vida abnegada del misionero Guillermo Carey, dedicaba a su gran obra en la India, se sintió guiado a trabajar en el mismo país.
El deseo de llevar el mensaje de salvación a los pueblos que no conocían a Cristo, se convirtió en un fuego inextinguible en su alma después que leyó la biografía de David Brainerd, quien murió siendo aún muy joven, a la edad de veintinueve años.
Brainerd consumió toda su vida en el servicio del amor intenso que profesaba a los pieles rojas de la América del Norte.
Henry Martyn se dio cuenta de que, como David Brainerd, él también disponía de poco tiempo de vida para llevar a cabo su obra, y se encendió en él la misma pasión de gastarse enteramente por Cristo en el breve espacio de tiempo que le restaba. Sus sermones no consistían en palabras de sabiduría humana, sino que siempre se dirigía a la gente, como “un moribundo, predicando a los moribundos”.
A Henry Martyn se le presentó un gran problema cuando la madre de su novia, Lidia Grenfel, no consentía en el casamiento porque él deseaba llevar a su esposa al extranjero. Henry amaba a Lidia y su mayor deseo terrenal era establecer un hogar y trabajar junto con ella en la mies del Señor. Acerca de esto él escribió en su diario lo siguiente: “Estuve orando durante hora y media, luchando contra lo que me ataba...Cada vez que estaba a punto de ganar la victoria, mi corazón regresaba a su ídolo y, finalmente, me acosté sintiendo una gran pena.”
Entonces se acordó de David Brainerd, el cual se negaba a si mismo todas la comodidades de la civilización, caminaba grandes distancias solo en el bosque, pasaba días sin comer, y después de esforzarse así durante cinco años volvió, tuberculoso, para fallecer en los brazos de su novia, Jerusha, hija de Jonatan Edwards.
Por fin que Henry Martyn también ganó la victoria, obedeciendo al llamado a sacrificarse por la salvación de los perdidos. Al embarcarse, en 1805, para la India, escribió: “Si vivo o muero, que Cristo sea glorificado por la cosecha de multitudes para EL”
A bordo del navío, al alejarse de su patria, Henry Martyn lloró como un niño. No obstante, nada ni nadie podían desviarlo de su firme propósito de seguir la dirección divina. El también era un tizón arrebatado del fuego, por eso repetidamente decía: “Que yo sea una llama de fuego en el servicio divino.”
Después de una travesía de nueve largos meses a bordo y cuando ya se encontraba cerca de su destino, pasó un día entero en ayuno y oración. Sentía cuán grande era el sacrificio de la cruz y cómo era igualmente grande su responsabilidad para con los perdidos en la idolatría que sumaban multitudes en la India.
Siempre repetía: “Sobre tus muros, oh Jerusalén, he puesto guardas; todo el día y toda la noche no callarán jamás. Los que os acordáis de Jehová, no reposéis, ni le deis tregua, hasta que restablezca a Jerusalén, y la ponga por alabanza en la tierra” (Isaías 62:6,7).
La llegada de Henry Martyn a la India, en el mes de abril de 1806, fue también en respuesta a la oración de otros. La necesidad era tan grande en ese país, que los pocos obreros que habían allí se pusieron de acuerdo en reunirse en Calcuta de ocho en ocho días, para pedir a Dios que enviase un hombre lleno del Espíritu Santo y de poder a la India. Al desembarcar Martyn, fue recibido alegremente por ellos, como la respuesta a sus oraciones.
Es difícil imaginar el horror de la tinieblas en que vivía ese pueblo, entre el cual fue Martyn a vivir.
Un día, cerca del lugar donde se hospedaba, oyó una música y vio el humo de una pira fúnebre, acerca de las cuales había oído hablar antes de salir de Inglaterra.
Las llamas ya comenzaban a subir del lugar donde la viuda se encontraba sentada al lado del cadáver de su marido muerto. Martyn, indignado, se esforzó pero no pudo conseguir salvar a la pobre víctima.
En otra ocasión fue atraído por el sonido de címbalos a un lugar donde la gente rendía culto a los demonios. Los adoradores se postraban ante un ídolo, obra de sus propias manos, ¡al que adoraban y temían! Martyn se sentía “realmente en la vecindad del infierno”.
Rodeado de tales escenas, él se esforzaba más y más, incansablemente, día tras día en aprender la lengua. No se desanimaba con la falta de fruto de su predicación, porque consideraba que era mucho más importante traducir las Escrituras y colocarlas en las manos del pueblo.
Con esa meta fija en su mente perseveraba en la obra de la traducción, perfeccionándola cuidadosamente, poco a poco, y deteniéndose de vez en cuando para pedir el auxilio de Dios.
Cómo ardía su alma en el firme propósito de dar la Biblia al pueblo, se ve en uno de sus sermones, conservado en el Museo Británico, y que copiamos a continuación “Pensé en la situación triste del moribundo, que tan sólo conoce bastante de la eternidad como para temer a la muerte, pero no conoce bastante del Salvador como para vislumbrar el futuro con esperanza. No puede pedir una Biblia para aprender algo en que afirmarse, ni puede pedir a la esposa o al hijo que le lean un capítulo para consolarlo. ¡La Biblia, ah, es un tesoro que ellos nunca poseyeron! Vosotros que tenéis un corazón para sentir la miseria del prójimo nosotros que sabéis cómo la agonía del espíritu es más cruel que cualquier sufrimiento del cuerpo, vosotros que sabéis que está próximo el día en que tendréis que morir. ¡OH, dadles aquello que será un consuelo a la hora de la muerte!”
Para alcanzar ese objetivo, de dar las Escrituras a los pueblos de la India y de Persia, Martyn se dedicó a la traducción de día y de noche, en sus horas de descanso y mientras viajaba.
No disminuía su marcha ni cuando el termómetro registraba el intenso calor de 50º, ni cuando sufría de fiebre intermitente, ni debido a la gravedad de la peste blanca que ardía en su pecho. Igual que David Brainerd, cuya biografía siempre sirvió para inspirarlo, Henry Martyn pasó días enteros en intercesión y comunión con su “amado, su querido Jesús”.
“Parece”, escribió él, “que puedo orar cuanto quiera sin cansarme. Cuán dulce es andar con Jesús y morir por EL...” Para él la oración no era una mera formalidad, sino el medio de alcanzar la paz y el poder de los cielos, el medio seguro de quebrantar a los endurecidos de corazón y vencer a los adversarios. Seis años y medio después de haber desembarcado en la India, a la edad de 31 años, cuando emprendía un largo viaje, falleció.
Separado de los hermanos, del resto de la familia, rodeado de perseguidores, y su novia esperándolo en Inglaterra, fue enterrado en un lugar desconocido.
¡Fue muy grande el ánimo, la perseverancia, el amor y la dedicación con que trabajó en la mies de su Señor! Su celo ardió hasta consumirlo en ese corto espacio de seis años y medio. Nos es imposible apreciar cuán grande fue la obra que realizó en tan pocos años. Además de predicar, logró traducir parte de las Sagradas Escrituras a las lenguas de una cuarta parte de todos los habitantes del mundo.
El Nuevo Testamento en indí, indostaní y persa, y los evangelios en judaico-persa son solamente una parte de sus obras.
Cuatro años después de su muerte nació Fidelia Fiske en la tranquilidad de Nueva Inglaterra. Cuando todavía estudiaba en la escuela, leyó la biografía de Henry Martyn. Anduvo cuarenta y cinco kilómetros de noche, bajo violenta tempestad de nieve, para pedir a su madre que la dejase ir a predicar el evangelio a las mujeres y les habló del amor de Jesús, hasta que el avivamiento en Oroomiah se convirtió en otro Pentecostés. Si Henry Martyn, que entregó todo para el servicio del Rey de Reyes, pudiese hoy visitar la India y Persia, cuán grande sería la obra que encontraría, obra realizada por tan gran número de fieles hijos de Dios, en los cuales ardió el mismo fuego encendido por la lectura de la biografía de ese precursor.